Por Isabel Campo

Cuando supe de la existencia de metodologías ágiles como SCRUM me surgió una pregunta de forma inmediata: ¿qué podría hacerse para hacer confluir estas metodologías con la facilitación? Surgió porque me parecía que juntas podrían conformar un marco de acción muy potente. Tengamos en cuenta que estas metodologías nacen para favorecer el trabajo de equipos altamente productivos, multidisciplinares y con la colaboración de todas las personas del equipo. Y surgen como una adaptación a las demandas y necesidades del mercado tecnológico del momento en el que surgieron, en los que se debía de trabajar más rápido y de forma más eficiente, poniendo en el centro sobre todo a quien hacía el encargo del trabajo.

El origen de las cosas es algo que ayuda a comprenderlas y, en este caso, conocer para qué nació SCRUM me ayudó a entender su fisionomía como metodología. Quiero remarcar, para entender el origen de mi pregunta, tres palabras clave de lo que acabo de comentar: equipos, multidisciplinares y colaboración. Como facilitadora, la conexión fue rápida: equipos – procesos grupales; multidisciplinares – diversidad; colaboración – propósito y necesidades. A continuación una inesquivable atracción personal hacia dos elementos del llamado Manifiesto Agile: la vigencia del proceso de descubrimiento (“Estamos descubriendo mejores…”) y la apertura hacia lo emergente (“Responder al cambio sobre seguir un plan”). Tras esta conexión casi automática de conceptos y esta atracción, ¡boom!, la pregunta.

A mayores, si entramos en detalle y vemos los principios de la metodología agile nos damos cuenta de cómo responden y atienden a varias necesidades que se plantearon en el nacimiento de estas metodologías. Entre ellos se consideran aspectos que a la facilitación nos atañen directamente. Buen ejemplo de ello son la satisfacción del cliente en cuanto a cubrir sus necesidades; la bienvenida y apertura a los nuevos requisitos en cuanto a estar abiertos a lo emergente; la sostenibilidad de los proyectos, en cuanto a la eficiencia de lo que se hace; el no hacer por hacer, sino con un propósito mayor que el de la primera necesidad; el trabajo cercano, en cuanto al papel del rol de liderazgo; la conversación cara a cara en cuanto a la eficacia de la comunicación; la motivación y la confianza en cuanto a la confianza y la colaboración; la autogestión de los equipos en cuanto al empoderamiento y la autonomía grupal; y la adaptación a las circunstancias cambiantes en relación a la gestión del cambio.

Como facilitadora me pareció fascinante que una metodología, aplicada a entornos de desarrollo de software, desarrollada en los años 90 y tan enfocada al entregable final, tuviera en consideración todos estos aspectos. Y me pareció también fascinante el abanico de escenarios que podrían darse en la aplicación de estas metodologías si se tuvieran en cuenta además las necesidades de las personas del equipo, las diferencias de estatus entre los miembros del equipo, el uso del poder e influencia ejercido por el “máster”, la gestión emocional durante el proceso productivo, el cuidado de la comunicación interna, o la gestión de las tensiones y polaridades grupales generadas por el desacuerdo dentro del grupo.

Así, nuevas cuestiones a modo ensoñación: ¿no sería fascinante ver una evolución de estas metodologías que además de ágiles las convirtiera en altamente conscientes?, ¿no sería fascinante que pudieran fusionarse los currículums formativos para ser “máster” del agile y facilitador a la vez?