Por Júlia Vilageliú

Cada vez soy más consciente de lo diferente que funcionan nuestras cabezas al haber crecido en el campo, rodeadas de vida y economía campesina, o en la ciudad. A la hora de pensarnos, de relacionarnos y de interactuar con nuestro entorno, desde luego, son diferentes los mecanismos que articulamos unas u otras.

Mi experiencia ha sido la de construirme como persona en un entorno urbano, cogiendo el metro, andando por callejones entre edificios cuadrados y comprando en cadenas de supermercados. A base de ir trasladando mi vida a entornos y prácticas cada vez más rurales me he dado cuenta de lo poco que vemos, la gente de ciudad, cuando fuera del asfalto observamos a nuestro alrededor.

Al observar un bosque, vemos los árboles y su belleza, los animales y su magia, notamos la armonía del espacio y, a la vez, hay mucho más detrás de este bonito fondo de pantalla: está la ubicación concreta de estas encinas y su forma por las podas que les hicieron nuestros ancestros; están sus hojas y las bellotas por las que se pelean las cabras al pasturar; están los bojes con los que miles de pastores han hecho cucharas para cocinar; están las flores de hipérico con las que muchas generaciones de mujeres han hecho aceites y ungüentos; están otros mil indicios de actividades en el bosque que son parte de nuestra cultura y que, aunque estén en peligro de extinción, todavía hoy son la vida y también el trabajo de muchas de nosotras.

Desde luego, en Europa vivimos en un mundo en el que las ciudades están en el centro y el campo ha quedado relegado a ser un espacio bonito y tranquilo para el descanso, turismo y ocio, al servicio de la gente de ciudad. Todo ello no sólo influye en las políticas económicas y repartición del poder, sino también en la construcción de nuestras mentes desde un pensamiento cada vez más desvinculado de la tierra y sus actividades.

Me preocupa la idea de que estemos transmitiendo este pensamiento urbanocéntrico mayoritario a los grupos a la hora de facilitarlos. Pienso, por ejemplo, qué hay de todo esto cuando recurrimos a utilizar “espacios naturales” como escenarios ideales para dinámicas de conexión interior, viajes mentales que cogen la “naturaleza” como canal, de una manera totalmente desvinculada de la vida y la actividad que han tenido y tienen estos lugares.

Me gusta la idea de que queramos volver a acercarnos a la tierra, volver a integrar nuestro entorno como parte de nosotras y, al mismo tiempo, considero necesario cuestionarnos cómo hacerlo para no utilizarlo como un fondo bonito de usar y tirar. Se trataría de entrar al bosque sin colonizarlo, desde un sitio humilde y con mirada de aprendiz, sin olvidar que estamos en un medio que no nos pertenece y al que no perteneceremos de manera inmediata; recordar que no es un espacio vacío, que ya había muchas formas de vida allí antes de que nosotras llegáramos.

Júlia Vilageliu Casanellas